EXPOSICION

Con espontaneidad, con naturalidad, con soltura. Son palabras que servirían para entender cómo nacen los cuadros de Manuel Vacas. Es una advertencia inmediata, en cualquiera de las temáticas que toca.

Confiesa el pintor que se siente más atraído por el paisaje urbano. Y no debe ser una confesión fácil, porque se trata de mostrar la sincera tendencia hacia algo que contrasta, por supuesto, con ese otro paisaje campestre y serrano que, por lo general, ha gozado de mayor preferencia pública. Es un paso convencido, porque Manuel Vacas ya ha medido sus fuerzas, con la satisfacción –y si él no lo reconoce, sí me atrevo a reconocerlo yo– no solo de que no ha salido derrotado, sino con la obtención de un resultado ejemplar.

Hay enclaves paisajísticos que ha desentrañado con acierto y con dominio, dotándolos de la perspectiva y del gozo inexcusables. Y, tras esta prueba, es cuando parece que decide adentrarse con mayor intensidad, pero nunca exclusiva, por esa preferencia que provoca el auténtico sentimiento del arte, en este caso hacia el paisaje urbano. A la hora de opinar, justo es decir que cualquiera de sus cuadros de la ciudad en movimiento contiene una variada dosis de colorismo, tan intenso o más que cualquier visión naturalista. Pero anclarse en esto sería limitar las posibilidades de expresión, que en la obra de este pintor crecen a base de vitalismo y agilidad. Podría incidirse en resaltar el correteo en el mercado, la bulla de la fiesta, el señorío del noble edificio... –que permanecen reflejados en unos o en otros cuadros– , pero más interesante es percibir la fina transformación que alcanza la vida corriente y moliente, el andar acelerado o la parada ante el semáforo, el coche que avanza o el recoleto mirador, la madre y el niño que pasean... Estamos ante un tránsito constante por la experiencia urbana con visiones diarias y ordinarias, que adquieren forma, fondo y categoría.

Los cuadros de Manuel Vacas también encierran un algo de nuestro propio yo. Es fácil advertirlo, porque cada espectador se siente retratado entre esa gente anónima que puebla los enclaves de nuestra vida ciudadana.

Texto introductorio por Pedro Soler

(Escritor y crítico de arte)

que todavía no corre. Todo se empapa

de su antigüedad renovada. Es la misma

que aviva los colores de otro día, y cayendo

sobre Cartago precipitada (la escena es

de Flaubert, pero, además de recreación

literaria, es también un cuadro de Nicolas

de Staël, y, además, otro, expresionista,

de Franz Marc, con los anegados campos

de Verdún en su último anochecer, en 1916,

y que quedó permanente en su retina).

Cae,

de pronto, con fuerza, curioseando

en los rincones más secretos, las alturas

imposibles, los cuerpos y las almas. Entra

en las citas íntimas, las soledades, los gestos

ocultos, en las escenas opuestas a la vista.

escapan, ahora sí, en rápida estampida,

los ocupantes y protagonistas de este ágil

filme líquido, cuyas secuencias saltan

de la moviola que proyecta pasado, presente

y futuro, temporizados en la lluvia . . .